NO DISPAREN AL PIANISTA

Playa San Juan. PAU 5
Lo público, abandonado

En los viejos salones del Far West americano, retratados en innumerables ocasiones por el Séptimo Arte de todas las partes del mundo, podía observarse de forma fugaz un curioso cartel colgado tras la barra donde, inevitablemente, el forajido de turno consumía sin pestañear pequeños vasos de licor (eso que ahora llamamos “taponazos”) de más que dudoso origen.

En él se podía leer: “NO DISPAREN AL PIANISTA”. Extraña frase que reflejaba la cautela con que debían comportarse el despiadado pistolero y sus secuaces, ante la figura del intérprete que desgranaba atipladas melodías en la pianola que amenizaba las horas y los días de semejante tugurio. Todo un signo de respeto con los que servían a los demás, aunque fuera en unas condiciones tan difíciles como las de aquellos memorables “Saloon” de la última frontera de América.

Ahora ya no hay pianistas en los bares (en la mayoría al menos), pero hay otra figura en nuestra vida cotidiana a la que convendría aplicar el mismo respeto que esos durísimos aventureros debían dispensar al músico de turno.

Hace unos años, tener un hijo/a que trabajara para la Administración Pública era objetivo que se fijaban muchos padres responsables que, por encima de todo, aspiraban al bien futuro de su prole. Un amigo mío decía que trabajar para la Administración era “Pan duro, pero seguro”.

Últimamente, el pan sigue siendo duro, cada día más duro para todos, pero incluso ha dejado de ser seguro. Y si no que se lo pregunten a muchos empelados públicos de nuestra Comunidad y sus tribulaciones con el cobro de la paga extra de Navidad.

Sin embargo, se alimenta de forma continuada la opinión de que contra el “funcionario” todo vale. El tener un puesto de trabajo seguro (ya veremos en que queda esa “seguridad” en el futuro) justifica toda clase de medidas de ajuste, contra esa “clase privilegiada” que, no sólo no cumple como cualquier hijo de vecino, sino que además exige cobrar todos los meses un salario digno.

Es cierto que en un país con casi cinco millones de parados, los que engrosan las listas del INEM pueden mirar con ojos aviesos a aquellos individuos que tienen un puesto de trabajo. Pero no es menos cierto que, cuando las cosas marchaban de otra manera en la economía española, las miradas a los empleados públicos se dirigían por encima del hombro, considerando sobre todo los magros salarios que se pagan y pagaban ya entonces en la Administración española, en comparación con los de la empresa privada.

Bueno es recordar que los salarios de los empleados públicos proceden de los impuestos que pagamos todos, pero no hay que olvidar que en ese “todos” también están los propios funcionarios, que religiosamente ven descontados los mismos de su salario y abonan sus impuestos en las compras de bienes y servicios como casi todos los españolitos, defraudadores aparte.

Es fácil caer en la manida retórica de que empleados públicos son los maestros que enseñan a nuestros hijos, los sanitarios que cuidan de nuestra salud o los bomberos y policías que arriesgan sus vidas por las nuestras. Y es cierto, esto es así, pero también hay millones de empleados públicos en tareas menos aparentes, pero absolutamente necesarias para el desarrollo de la actividad de los habitantes de una nación cualquiera. No existe un país que no tenga funcionarios a su servicio, e incluso en países con índices de calidad de vida muy superiores a los nuestros, el porcentaje de empleados públicos sobre la población total, es mucho más elevado que el nuestro.

Renunciar a la función pública es absolutamente imposible, pero lo que es posible y necesario es  exigirle eficacia en la gestión y eficiencia en el gasto. Y eso, por desgracia, no sólo depende de los empleados de “a pie”,  que en parte también, sino de las clases dirigentes que, empezando por los políticos que nos gobiernan en cada caso, no son precisamente un ejemplo de estas virtudes a exigir a los funcionarios, al menos por lo visto en los últimos años. Pero recortar indiscriminadamente los salarios, eliminar las prestaciones sociales, aumentar las jornadas de trabajo y el cúmulo de medidas que se nos van desgranando fatídicamente día a día, no hacen sino empeorar las condiciones en las que se tiene que desarrollar la tarea del trabajador público, ya de por si generalmente sometida a las estrecheces presupuestarias y a las necesidades de cuadrar los presupuestos de los gobernantes de turno.

Denostemos pues al empleado público que no cumple sus tareas y responsabilidades,  sea cual sea el puesto de trabajo que desempeñe y el cargo que ocupe, y dejemos campo a la imaginación e incentivemos al que trabaja para convertir nuestra Administración en un modelo de servicio al ciudadano.

Pero sobre todo, por favor NO DISPAREN AL PIANISTA. Al fin y al cabo, él sólo es el intérprete, la partitura  la ponen otros.




Javier García Carratalá

1 comentario:

Pedro dijo...

Fantástico artículo. Enhorabuena.

Pedro Pertusa.