Las noticias que nos llegan cada día a través de los
medios de comunicación sobre los recortes presupuestarios que van aplicando los
diferentes gobiernos autonómicos me provocan una especie de escalofrío, de
sentimiento de intranquilidad, de angustia premonitoria de lo que nos aguarda.
Durante muchos años, la sociedad española, en algunos casos
con el apoyo de los gobiernos de turno, ha ido acumulando un rencor soterrado
contra los trabajadores de las administraciones públicas. En el subconsciente
colectivo de los ciudadanos ha medrado la idea, publicitada y repetida hasta la
saciedad por algunas mentes interesadas, de que lo público es ineficaz y caro, y
de que sus trabajadores son castas privilegiadas, que reciben su salario a final
de mes por no hacer nada o casi nada.
En estos momentos de crisis, con casi cinco millones de
españoles en las listas del INEM, los parados y la gran mayoría de los
trabajadores del sector privado se vuelven hacia los trabajadores de las
administraciones públicas para recriminarles la estabilidad de sus empleos
frente a la incertidumbre laboral en la que viven muchos de ellos. Esa
estabilidad lo justifica todo. Si trabajan poco, que cobren poco, o mejor aún
nada. Que se vayan a la calle como todo hijo de vecino y que sufran en sus
carnes lo que sufren el resto de sus conciudadanos.
Así se ve con buenos ojos el despido de trabajadores –
miles de interinos se encuentran o se van a encontrar en breve en el paro- , la
rebaja de los salarios de los empleados públicos, la amortización de las plazas
vacantes generadas por las jubilaciones y la privatización de muchos de los
servicios que desempeñaban esos mismos interinos y jubilados. En algunos casos
–como ha sucedido con los profesores de secundaria – incluso se incrementa su
horario lectivo, es decir el tiempo invertido en dar clases, difundiendo de
forma torticera, que su horario pasa de 18 a 20 horas semanales. Se olvida, con un alto
grado de cinismo, que el horario de un profesor no se limita a acudir a las
aulas y explicar el tema de turno a sus alumnos, sino que además comporta la
preparación de esas clases, la corrección de exámenes, las tutorías,
laboratorios y un buen número de tareas adicionales con lo que ese aumento del
número de horas lectivas se hace en detrimento del resto de sus tareas y por lo
tanto de la calidad de la enseñanza que reciben nuestros hijos.
Pero claro, todo esto tiene un objetivo final, una meta
clara y concisa que se nos oculta de forma pertinaz y que nos ocultamos a
nosotros mismos, con una notables estrechez de miras, en aras de nuestro
presente.
Si bien es cierto que algunos organismos de la
administración pública están hipertrofiados y duplicados e incluso triplicados,
no es menos cierto que en otros la escasez de medios personales y materiales es
alarmante. Esto hace que los servicios prestados a los ciudadanos por la
administración no sean todo lo satisfactorios que debieran ser. A nadie nos
gusta hacer cola para ser atendidos por nuestro médico, ni esperar angustiosos
minutos hasta que aparecen los bomberos cuando nuestros bienes arden por los
cuatro costados. Pero no nos paramos a pensar que esto tan sólo se debe a la
falta de medios humanos y materiales con los que se dota a estos dos colectivos
de la administración, que son un ejemplo extremo de servicio al resto de los
ciudadanos.
Entonces aparece esa idea que nos han inculcado a lo largo
del tiempo y la tentación es clara: pongamos en manos de empresas privadas el
servicio público para mejorarlo y así de paso, nos deshacemos de un buen puñado
de empleados ineficaces que viven a nuestra costa.
Pero en ese proceso se introduce un factor de distorsión
importante de la labor que las administraciones realizan. Mientras que el único
objetivo de la administración es proporcionar al ciudadano un servicio de
calidad con la mayor eficiencia posible, para una empresa privada, además de
estas premisas aparece la necesidad de proporcionar el mayor rendimiento
económico posible a sus propietarios. Y esto es absolutamente legítimo y de
ninguna manera criticable. Las empresas privadas no son ONG’s al servicio de la
administración, sino que las crean personas que pretenden vivir de los
beneficios que éstas generan. Pero claro, cuando hablamos de servicios al
ciudadano, lo primero y lo fundamental es ese servicio y no la rentabilidad del
mismo. Una empresa privada no puede asumir tareas que en algunos casos suponen
una merma de sus ingresos, cosa que una administración pública, cuyo objetivo
es y debe ser el servicio al ciudadano si que debe realizar, incluso cuando
supone un coste adicional.
Caminamos así a la liquidación de lo público y a su
sustitución por la iniciativa privada. Nos aproximamos a una “americanización”
de la administración, o más exactamente a una “Chicaguización” que dejaría en
manos privadas la mayor parte de lo que ahora gestiona por sus propios medios.
Así, la sanidad pública pasaría a ser poco más que un supervisor, gestionando
los grupos empresariales creados al efecto los hospitales levantados con el
dinero de todos. La enseñanza pasaría, más todavía de lo que ya está, a manos
de los entes privados, que no debemos olvidar son actualmente de forma
abrumadoramente mayoritaria órdenes religiosas o grupos confesionales,
preponderantemente del ámbito del catolicismo más intransigente. Y suma y sigue
con el resto.
Debemos reflexionar seriamente si eso es lo que queremos,
si ese es el tipo de administración que queremos legar a nuestros
descendientes, o por el contrario si lo que pretendemos es dejarles una
administración eficaz, razonable y eficiente, que desarrolle su labor con la
única mira de satisfacer las necesidades del ciudadano a un coste razonable y
con un alto grado de eficiencia, ya que el ciudadano al fin y al cabo es su
propietario.
Si optamos por lo primero, no quedará otro remedio que
colgar en la puerta de nuestros centros públicos el cartel de LIQUIDACIÓN POR CIERRE
y esperar a que poco a poco, la degradación de los mismos impulse a la
sustitución en sus tareas por entidades con ánimo de lucro.
¿Es realmente eso lo que queremos? Yo, al menos, no.
Javier García Carratalá
1 comentario:
Estoy de acuerdo, como no podría ser de otra manera, con todo lo que dices, Javier, pero me gustaría hacer una matización. Es bien cierto que las empresas privadas que gestionan los organismos públicos (o algunos servicios, como el de la limpieza) no son, ni debieran ser ONG. Pero es lamentable que la ley permita que los contratos de esos trabajadores contemplen condiciones tan leoninas como la de que su jornada no incluya fines de semana. Es decir, algunos trabajadores de esas empresas trabajan, como todos, de lunes a viernes, pero sólo cobran por esos cinco días, no por los siete que cobramos el resto de los trabajadores. Me parece simple y llanamente esclavitud. Y la administración, con la excusa de ahorrar costes, no debería consentir semejante canallada.
Ningún trabajador debiera estar sometido a semejante tipo de contrato laboral, pero que aún encima trabajen, aunque sea por medio interpuesto, para la administración, lo hace aún más terrible. Naturalmente, ésa es uno de los motivos por los que la gestión privada es más económica.
¿Eso es lo que quieren los trabajadores de este país? Yo tampoco.
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