Dicen...



Dicen, y yo lo creo así, que aprendemos de las generaciones que nos preceden. Cabalgamos a lomos de gigantes. Para lo bueno y para lo malo. Dicen, y yo les creo, que –sin embargo- lo verdaderamente importante en este proceso de aprendizaje, de crecimiento, en el que nos embarcamos desde que nacemos, son las actitudes, los sentimientos, los vaivenes vitales, la vida de nuestros mayores, con los que nos hemos relacionado íntimamente. Sobre todo, nuestros padres, nuestros familiares.

Y vas dándote cuenta de ello en tu devenir cotidiano. Y percibes cuánto de las vivencias de tus padres ha quedado grabado en ti. Más adentro de lo más profundo. Más allá de donde nadie puede llegar. Todos hemos percibido ésto alguna vez en nuestras vidas. Seguro que nos hemos sorprendido a nosotros mismos diciéndonos “¡¡ soy mi padre, clavado !!”, o mi madre, o mi tío, o mi abuelo, qué se yo. Y aún más, seguro que a veces apostaríamos a que estamos sintiendo justo lo que sentía algunos de ellos en determinado momento de su vida, que no tiene por qué coincidir formalmente con el que nosotros estamos viviendo. Todo eso, probablemente, es aprender, crecer. Y todo eso nos forja como seres humanos, y todo eso nos forma como sociedad.

Todos nosotros, o casi todos, hemos convivido con la amargura de tiempos muy grises, de silencio, de miedo y muchas veces de resignación. Hemos crecido rodeados de esfuerzo, de trabajo duro, de caer mil veces y levantarse mil una. Hemos mamado la rabia contenida, el dolor, la muerte injusta, el rechazo injusto, la cárcel injusta, la pobreza injusta (¿cuándo no lo es?). Y todos, en mayor o menor medida, hemos vivido inmersos en una especie de familias fénix. Siempre renaciendo, siempre volviéndose a quemar, para volver a renacer.

Quienes sobreviven de esa generación que nos precede siguen igual. Resisten. Resisten como seres superiores, como titanes. Son viejos, pero resisten. Porque es lo que aprendieron en la vida, a resistir. El que resiste, gana.

Yo se, creo que todos sabemos, qué cosas he aprendido de todos ellos. Soy un resistente. He caido algunas veces, y me he levantado otras tantas. He llorado solo, me he desesperado, he sido presa de una rabia incontrolable y la he podido controlar. He trabajado duro…

Y todo eso, y continuando esa cadena mágica entre generaciones, lo ven nuestros hijos, lo viven, lo sienten. Sin embargo, no es igual. Nada es igual. Mis mayores me legaron un acentuado espíritu crítico, un afan por la objetividad, me hicieron ver a través de sus ojos que las cosas nos son casi nunca negras o blancas, que hay infinidad de matices de gris entre ellas. Y vi, y viví, que los modales son importantísimos, que quién los pierde, pierde la razón. Y vi, y viví, que hablando se entiende la gente, que no hay buenos y malos, que nada es tan sencillo como aparece a los ojos de un niño.

Ahora, al borde de los 55, he de decir que no. Que siento que no tenian razón, que la vida, esta vida que me está tocando vivir desmiente totalmente lo que ellos me enseñaron.  Que muchas veces, muchas, las cosas sí son blancas o negras. Que los modales siempre, siempre, los aplicamos los mismos. Que los únicos que intentamos negociar somos los mismos. Que a los otros nos les hacen falta ni modales, ni negociaciones, ni matices. Que sí hay buenos y malos. Y que Dios ayuda a los buenos, cuando los malos son menos. Y que ellos mandan en el mundo, ellos, los malos, porque los buenos llevamos dentro el gen de la negociación, del diálogo, de la tolerancia, de los buenos modales, del respeto. Porque entre todos nos han enseñado eso, que hay que dejarles mandar, e intentar (pidiéndolo por favor) que nos dejen disfrutar las migajas de sus “triunfos”. Que hay que ser respetuoso. Y que mientras a nosotros nuestros padres nos inculcaban esos valores, a ellos, los suyos les estaban preparando para llegar a donde han llegado, les estaban armando económicamente y sobre todo moralmente, para pisotearnos sin ningún tipo de escrúpulo. Todos hemos aprendido de las vidas que han vivido otros. Todos somos lo que somos, gracias a (o por culpa de) esas vivencias.

A mí, no se a vosotros, me ha costado mucho darme cuenta de estas cosas. He necesitado muchísimos años de darme contra paredes imaginarias para comprender que lo que aquí, en el mundo, está fallando, nos son cuatro cuentas mal hechas, que la solución no es enmendar esas cuentas. A mis 55 años empiezo a entender que el asunto es mucho, muchísimo más profundo. Sin embargo, creo (quiero y necesito creer) que quienes vienen detrás, y gracias a  sus vivencias con nosotros, comprendan y sientan cómo y por qué han hundido a sus mayores en el lodo, les han machacado, les han quitado la esperanza, les han adormecido, les han acorralado de tal modo que ya nos son capaces de reaccionar, les han insuflado el más profundo de los miedos. Confío en que se alcance una masa crítica de hijos con padres desesperados, creo en su capacidad de reacción. Y confío en nosotros. A pesar de que la mayoría tengamos aun que ver nuestra tertulia favorita para saber qué pensar, a pesar de que aún no nos planteemos seriamente el  gigantesco timo en que se ha convertido nuestra vida.  A pesar de que casi nadie sea consciente aún de que todas estas cosas pasan porque queremos y consentimos que pasen. Tal vez, y solo tal vez, porque a nuestros mayores y a nosotros nos están haciendo mirar la vida a través de los ojos equivocados.


A través de los ojos de los que nos la están robando.

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